Después de las cosechas.

Llego a la puerta de mi casa y me acuerdo de que ya no vivo ahí. Doy media vuelta y voy hacia los suburbios a buscar a Selene.

Mientras tanto empiezo a pensar en Peeta. ¿Cómo estará? Ahora más que nunca quiero estar con él, y me arrepiento de haber estado un tiempo distante por tonterías. Ojalá no hubiera ido a los juegos, ojalá no hubiese ido a vivir al uno, ojalá no... no puedo pensar eso. No debo. Peeta es feliz, supongo, y no... no quiero pensar eso. Aunque tenga razones. No puedo.

Pensando en Peeta me acuerdo de cuando nos conocimos. Tenía 14 años y Peeta vino a traernos el pan a la tienda. Se quedó un rato y empezamos a hablar sobre nuestros distritos, y a llevarnos bien. Hace unos meses, pasaron cosas increíbles. Le empecé a enseñar a nadar, conocimos a Selene, íbamos a abrir una tienda en el 12... Eso último me hace entristecerme de verdad. Vuelvo a lo mismo de antes. Cuando se fue al 1. No.

Me acuerdo de que Peeta estuvo conmigo cuando mi madre me pegó. De que ha estado conmigo siempre, nunca me ha dejado solo. Pero yo... le he fallado demasiado. Y ahora está en ese maldito tren del Capitolio. No quiero que le pase nada. Gastaré hasta mi última moneda en él. En Peeta.

Porque aún le tengo que enseñar a nadar como si fuera del cuatro. Porque le debo la vida.